01 febrero 2013

Sobre conformismos y pesadillas: "El Lugar", de Mario Levrero


Un hombre despierta en un cuarto absolutamente a oscuras. Tiene frío y hambre. No sabe dónde está, no recuerda cómo llegó hasta ahí ni cuánto tiempo lleva durmiendo (o inconsciente), acostado en el suelo. Sólo sabe que tenía que ir con Ana al cine pero que eso jamás ocurrió, y ahora se encuentra en un lugar desconocido. Comienza a avanzar a ciegas por una interminable sucesión de habitaciones cuyas puertas le permiten ir en una única dirección: puede pasar a la habitación siguiente pero no regresar a la anterior. La arquitectura tautológica de ese lugar le empieza a parecer imposible, absurda, inconcebible. ¿Da vueltas en círculos, asciende, desciende? No hay ventanas ni indicios del mundo exterior, sólo cuartos que se suceden uno tras otro, casi idénticos, en la más aterradora oscuridad. El héroe avanza sin tregua. Quiere escapar, salir, recuperar su vida, ser libre. 

El lector de esta novela de Levrero se mimetiza rápidamente con el ritmo vertiginoso de la fuga que la narración le impone al personaje: se torna imprescindible leer sin parar, de un tirón, terminar con una página y pasar a la siguiente, no detenerse hasta llegar al final con la expectativa de que se revele el misterio: ¿qué es ese lugar sin fin que existe al margen de toda realidad reconocible?

El personaje de El lugar no tiene nombre ni edad. Escapa por la instintiva pulsión de sobrevivir, porque quiere recuperar su libertad, porque quedarse encerrado y prisionero de vaya a saber quién o qué entidad no es opción. Porque él tenía una vida, su vida, y la quiere de regreso. Pero cuando el lugar comienza a seducirlo con inesperadas comodidades empiezan las preguntas. ¿Para qué quiere esa libertad? ¿Quiere volver a su vida? ¿Y para qué querría eso? Al igual que el hombre-zombie contemporáneo, que cayó en la trampa de una vida confortable y se debate moralmente (cuando se debate algo) entre una alegre e ignorante resignación y la incómoda sospecha de que las piezas del rompecabezas encajan pero no forman ningún dibujo[1], el narrador pondera la idea de la falsedad de la existencia. Y la enorme angustia que este hecho le produce, la incomprensión total de los que, a diferencia de él, prefieren conformarse.

El Lugar le tiene reservado, después de las tinieblas y desconcierto del primer momento, cierto bienestar que en seguida se le aparece como una trampa. ¿No es esa una felicidad falsa, prefabricada por una entidad -¿dios? ¿otros seres humanos o inhumanos?-, una felicidad sin sobresaltos ni matices? Hay quienes se acostumbran a las pequeñas mezquindades de la existencia: un trabajo, una suegra, un perro labrador, el diario de los domingos, una tarjeta de crédito para comprar en cuotas. Y hay también quien desconfía, quien no logra superar la angustia frente a la sospecha de que la vida no es todo lo que debería ser, que tiene que haber algo más. Pero ante la falta de preguntas y la persistencia de la angustia, surgen las preguntas: «¿Y si me conformara? ¿Si dejara de cuestionarme? ¿Si me quedara quieto y dejase de buscar? ¿No conseguiría ser feliz?»

Cuando el lugar quiere tentar a nuestro héroe, le ofrece comida -que se renueva inexplicablemente cada mañana-, un lugar agradable donde dormir y la compañía ocasional de una mujer con la que resulta imposible cualquier forma de comunicación lingüística, pero que reconforta con la calidez de la cercanía física. Se pueden tocar y besar, aunque no conversar ni compartir pensamientos. Pero ante la obstinación por continuar buscando una salida en vez de instalarse definitivamente en alguna de las habitaciones que va atravesando, el entorno se vuelve hostil. En el momento que le falta un mínimo grado de confort, el narrador sólo puede pensar en retomar su camino hasta encontrar la salida. Pero si lo tiene, cae en la tentación de preguntarse para qué salir, para qué buscar la libertad. Para qué volver a su antigua existencia.

Cuando empieza a intuir que todos los personajes con los que se cruza preferirían que se resignara a permanecer en el lugar, es inevitable recordar a Truman Burbank, el protagonista del film de Peter Weir cuya existencia transcurre en una realidad sospechosamente irreal (para beneplácito de millones de televidentes): avanza en pánico, desconfiado y en la más absoluta soledad, porque es incapaz de comunicarse con los demás o de creerles una sola palabra de lo que dicen. Siente que le mienten o que no lo comprenden. Quiere salir. No sabe qué hay afuera, pero no soporta quedarse dentro. Quiere elegir, quiere ser libre. Necesita salir.

El Lugar es, al mismo tiempo, una pesadilla. Levrero despliega hábilmente todos los elementos de las alucinaciones que nos asaltan fuera del perímetro de la vigilia: alteración del tiempo y del espacio; amnesia, discontinuidades, angustia, terror, incertidumbre, imprecisiones. Parece que al uruguayo le gustaba jugar con su propia oscuridad. El misterio sobre qué es el lugar o cómo y por qué el personaje llegó hasta allí, acaso, no se revelará jamás. Sus recuerdos de todo lo vivido, desde el despertar a oscuras en una habitación cerrada, son surrealistas. Cuando los acontecimientos se precipitan todo se torna demasiado deforme, de una deformidad racionalmente dispuesta.

Por cierto, la contratapa (excepción a la regla que regula la estirpe de contratapas: su absoluta futilidad y falta de asertividad) también tiene algo para agregar:

Escribió Kafka: «La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae». Touchè. Mario Levero lo hizo de nuevo.



[1] La analogía, por supuesto, es del mismísimo Levrero.

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