Irresistible pulsión de
destruir un Goya
o
Crónica de un sábado
lluvioso en el MNBA
o también
Razones para visitar museos
Frente a frente con Goya. A oscuro, oscuro y medio. El
guardia de seguridad está inquieto conmigo. Entré, me fasciné unos minutos
frente a un Courbet que me saltó encima ni bien puse un pie en el museo, y vine
directamente a este cuarto claustrofóbico, de paredes pintadas en pesados tonos
de rojos y naranjas donde el aire concentra lo peor de la lluvia y la humedad
de afuera, para ver un puñado de cuadros(seis dibujos y tres pinturas) que ya
vi hace un par de años en otro museo al otro lado del Altántico.
Está sofocante adentro. Y el guardia de seguridad está
inquieto, ya se asomó varias veces a mirar qué hago sentada hace más de 15
minutos frente a un Goya, asfixiada, envuelta en el aire terciopelo de este
cuarto, escribiendo compulsivamente.
Me pregunto qué amenaza puedo representarle yo a este pobre
y aburridísimo guardia de seguridad. Mi contextura física no puede
representarle un peligro a nadie. Voy armada apenas con mi piloto, esta libreta
de apuntes donde escribo, y un libro de Baricco que en lo que va del día ni
siquiera abrí. Es que cuesta encontrar un lugar donde leer. Encontrar un lugar
donde leer, a veces, es tan difícil como encontrar un lugar para llorar con
tranquilidad, sin escándalo. En ambos casos son necesarios un asiento cómodo,
luz natural, aire fresco (aquí dentro está de veras sofocante). Un entorno
neutral, no digo silencioso. Amigable, que me abrace un poco, que me acepte.
Me pongo de pie, me acerco a un Goya y entiendo el peligro.
Si lo deseara, si se me cruzara por la cabeza, podría hacerle cualquier cosa. Podría
sacar un objeto cortante de poca monta, sin filo, y cometer un delito, un
asalto a uno de los renglones importantes de la inconmensurable historia del
arte. Sería un instante y nadie podría detenerme, solamente contemplar con
horror el desastre. La prensa internacional dedicaría una pequeña crónica al
acontecimiento. ¿Me mandarían a la cárcel? Luego, todo seguiría exactamente
como si nada en cada una de las vidas de los miles de millones de individuos
que habitan la tierra.
Sorolla. Sorolla, Sorolla… Si tuviera que morir y reencarnar
en una obra de arte, me gustaría ser un cuadro de Sorolla. Ser luz, el mar,
claridad, el blanco más puro. Una vida simple.
Me sorprende la cantidad de gente que hay esta tarde en el
museo. Llueve, hay muchos turistas. Entre ellos, están los que van al museo por mandato (no sé
qué mandato sea ese, pero evidentemente pesa cierta obligación sobre cualquier
viajante de arrastrar los pies por los pasillos de los museos de cualquier
ciudad que visite): esta estirpe se dedica a observar minuciosamente todas y
cada una de las obras. Le da lo mismo un cuadro que una escultura y que una
vajilla china o un par de zapatos. Leen el cartel identificatorio y observan la
obra, o viceversa, y luego de un par de segundos es como si de golpe recordaran
algo importantísimo y pasan a la siguiente sala. También están los que no se
detienen, desfilando a paso lento pero constante por salas y pasillos. Están
los que hacen un paneo general de cada sala, rápidamente y sin comprometerse
especialmente con ninguna obra de arte. Están también los que se sientan a
descansar en los bancos y se distraen de sus obligaciones turísticas para
chequear instantes pasados en la pantallita de su cámara fotográfica o hurgar
en Facebook desde su teléfono celular, mientras piensan cuánto mejor estarían
si hubieran decidido pasar las vacaciones en un crucero por el Caribe en vez de
estar ahí encerrados como zopencos; están los que se acercan y se alejan de la
obra y luego caminan unos pasos para trazar una línea oblicua entre su mirada y
ella, con gesto adusto. Y también están (los estoy viendo en este preciso
instante) los que pasan de largo frente a un Sorolla, sin reconocerlo ni
valorarlo, sin darle absolutamente ninguna oportunidad.
Yo voy a los museos a buscar paz, a permitirme estar triste
y ensimismada sin que nadie me haga preguntas. A conectarme con algo que no entiendo
pero que me emociona. A pasar el rato, a
distraerme. Es mejor que ver televisión.
Me pregunto si no sería divertido, alguna vez en la vida, ir
a un museo para destrozar una obra. Alegar un rapto de locura y darle a todos
los presentes en el museo en aquel instante una anécdota para contar el resto
de sus días: “una vez, en el Bellas Artes, vi a una loca destrozar un cuadro de
Goya… ¿creerás que alguien sea capaz de semejante locura?”. Luego, conversarán
de otras cosas. Y así.
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