15 febrero 2013


Irresistible pulsión de destruir un Goya
o
Crónica de un sábado lluvioso en el MNBA
o también
Razones para visitar museos

Frente a frente con Goya. A oscuro, oscuro y medio. El guardia de seguridad está inquieto conmigo. Entré, me fasciné unos minutos frente a un Courbet que me saltó encima ni bien puse un pie en el museo, y vine directamente a este cuarto claustrofóbico, de paredes pintadas en pesados tonos de rojos y naranjas donde el aire concentra lo peor de la lluvia y la humedad de afuera, para ver un puñado de cuadros(seis dibujos y tres pinturas) que ya vi hace un par de años en otro museo al otro lado del Altántico.

Está sofocante adentro. Y el guardia de seguridad está inquieto, ya se asomó varias veces a mirar qué hago sentada hace más de 15 minutos frente a un Goya, asfixiada, envuelta en el aire terciopelo de este cuarto, escribiendo compulsivamente.

Me pregunto qué amenaza puedo representarle yo a este pobre y aburridísimo guardia de seguridad. Mi contextura física no puede representarle un peligro a nadie. Voy armada apenas con mi piloto, esta libreta de apuntes donde escribo, y un libro de Baricco que en lo que va del día ni siquiera abrí. Es que cuesta encontrar un lugar donde leer. Encontrar un lugar donde leer, a veces, es tan difícil como encontrar un lugar para llorar con tranquilidad, sin escándalo. En ambos casos son necesarios un asiento cómodo, luz natural, aire fresco (aquí dentro está de veras sofocante). Un entorno neutral, no digo silencioso. Amigable, que me abrace un poco, que me acepte.

Me pongo de pie, me acerco a un Goya y entiendo el peligro. Si lo deseara, si se me cruzara por la cabeza, podría hacerle cualquier cosa. Podría sacar un objeto cortante de poca monta, sin filo, y cometer un delito, un asalto a uno de los renglones importantes de la inconmensurable historia del arte. Sería un instante y nadie podría detenerme, solamente contemplar con horror el desastre. La prensa internacional dedicaría una pequeña crónica al acontecimiento. ¿Me mandarían a la cárcel? Luego, todo seguiría exactamente como si nada en cada una de las vidas de los miles de millones de individuos que habitan la tierra.

Sorolla. Sorolla, Sorolla… Si tuviera que morir y reencarnar en una obra de arte, me gustaría ser un cuadro de Sorolla. Ser luz, el mar, claridad, el blanco más puro. Una vida simple.

Me sorprende la cantidad de gente que hay esta tarde en el museo. Llueve, hay muchos turistas. Entre ellos,  están los que van al museo por mandato (no sé qué mandato sea ese, pero evidentemente pesa cierta obligación sobre cualquier viajante de arrastrar los pies por los pasillos de los museos de cualquier ciudad que visite): esta estirpe se dedica a observar minuciosamente todas y cada una de las obras. Le da lo mismo un cuadro que una escultura y que una vajilla china o un par de zapatos. Leen el cartel identificatorio y observan la obra, o viceversa, y luego de un par de segundos es como si de golpe recordaran algo importantísimo y pasan a la siguiente sala. También están los que no se detienen, desfilando a paso lento pero constante por salas y pasillos. Están los que hacen un paneo general de cada sala, rápidamente y sin comprometerse especialmente con ninguna obra de arte. Están también los que se sientan a descansar en los bancos y se distraen de sus obligaciones turísticas para chequear instantes pasados en la pantallita de su cámara fotográfica o hurgar en Facebook desde su teléfono celular, mientras piensan cuánto mejor estarían si hubieran decidido pasar las vacaciones en un crucero por el Caribe en vez de estar ahí encerrados como zopencos; están los que se acercan y se alejan de la obra y luego caminan unos pasos para trazar una línea oblicua entre su mirada y ella, con gesto adusto. Y también están (los estoy viendo en este preciso instante) los que pasan de largo frente a un Sorolla, sin reconocerlo ni valorarlo, sin darle absolutamente ninguna oportunidad.

Yo voy a los museos a buscar paz, a permitirme estar triste y ensimismada sin que nadie me haga preguntas. A conectarme con algo que no entiendo pero que me emociona.  A pasar el rato, a distraerme. Es mejor que ver televisión.

Me pregunto si no sería divertido, alguna vez en la vida, ir a un museo para destrozar una obra. Alegar un rapto de locura y darle a todos los presentes en el museo en aquel instante una anécdota para contar el resto de sus días: “una vez, en el Bellas Artes, vi a una loca destrozar un cuadro de Goya… ¿creerás que alguien sea capaz de semejante locura?”. Luego, conversarán de otras cosas. Y así.

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