Una división de bienes, supongamos. Una
división de bienes que implique llevarte tu ropa, tus libros, tus CDs (¿y para
qué sirven ahora todos esos CDs?), tus DVDs, tu cámara de fotos y nada más. Y
mudarte a una casa prestada, a la casa vacía de tus abuelos muertos abandonada
por meses. En el conurbano, sin banda ancha y sin aparato televisor. Despojada
de comodidades, a vivir con lo justo.
Cualquier excusa es buena para animarse a
una temporada sin aire ni cable. Por tiempo indeterminado (como pasa con el
amor, esto tampoco tiene por qué durar para siempre… pero qué lindo sería).
La vida sin televisión (dos puntos)
Lo primero: sentir que hay mucho tiempo
entre volver a casa después de trabajar y la hora de irse a dormir. Las horas
se estiran. Es una buena sensación.
Lo segundo: todo ese tiempo disponible es
una pista de despegue, un descampado sin cercos ni alambrados. La inspiración
empieza a ocupar todos los espacios. Inventar escenarios para sacar fotos.
Recorrer la casa o el barrio, cámara en mano, forzar el extrañamiento al
máximo. Leer más, mucho. Pensar, pensar,
pensar. Escribir, pensar en temas sobre los que se querría escribir. Dejar que
la inspiración se apodere de ese tiempo. Acostarse boca arriba en la cama, tempranísimo.
Pensar durante una, dos, tres horas. Desmalezar el jardín.
Lo tercero: salir. La persona que tiene el
hábito diario de ver televisión vive entumecida en un encierro que no registra
ni sospecha. Ignora la cantidad de actividades interesantes (y, eventualmente,
gratuitas) que hay para hacer todos los días, a cualquier hora. Caminar,
observar a las personas. Tomarse un tren o un colectivo sin la intención de ir
a ninguna parte, solamente moverse y mirar. Muestras, exhibiciones, festivales,
ferias, lecturas, recitales, obras de teatro, cine. Ir al cine y elegir qué ver
en vez de asistir a la lamentable transmisión de películas pésimas que dan en
diferentes canales simultáneamente, la archi berreta ficción de aire o peor
todavía: hacer zapping, como única actitud posible ante una programación que no
se nos acomoda. Ver capítulos repetidos de series viejísimas, de la primera
temporada, otro de la segunda, otro de la tercera, el estreno, y así durante
horas mientras la vida transcurre y es solamente eso: ver tele.
Lo cuarto: encontrarse y conectarse con
otras personas. Compartir impresiones y pensamientos propios, en lugar de departir
sobre la existencia de la reencarnación ficcional de Natalia Oreiro o la lista
de sospechosos del crimen de turno. Cuando tenés más tiempo para pensar, tenés
más cosas para decir sobre lo que pensás. Las conversaciones se llenan de Temas
y admiten variaciones y digresiones. Uno se conoce mejor. Discute, aprende y se
sorprende.
La televisión es un objeto. No hace el
bien ni el mal, a priori. Es como un
enchufe, una planta o un libro: está ahí y nada más. No hace nada con la gente;
es la gente la que hace cosas con la televisión. Lo dramático es en lo que se
puede convertir el consumo de la programación televisiva. La consideración de
este consumo como única alternativa disponible para pasar el rato entre las
actividades productivas y las actividades oníricas. El consumo televisivo como legitimación de
cosas que no le transforman la vida al televidente pero que se convierten en su
tema de conversación y en eje de sus devaneos mentales.
La tele no es buena ni mala. La tele es
inofensiva. Peligroso es el que le concede el poder de decidir cuáles son las
cosas que importan y que valen la pena; qué pensar y de qué hablar. Qué
necesita comprar y qué vale más de lo que cuesta.
Bienaventurados aquellos que apagan la
tele y salen a dar una vuelta en bicicleta.